“Para vivir con dignidad, hay que abrazar el trabajo”, escribió el padre José María Arizmendiarrieta, mentor de la ahora poderosa Corporación Cooperativa Mondragón, que opera en el País Vasco.
Sin embargo, en la Argentina, desde hace mucho, hablar de trabajo se ha vuelto un tema tan sensible como impostergable. Durante décadas, en el país se repitieron discursos sobre la “defensa de los derechos laborales” mientras el empleo formal se estancaba, la informalidad crecía y millones de argentinos quedaban al margen de la protección que promete la ley. En nombre de la justicia social, se ha perpetuado un sistema que sigue excluyendo.
La dignidad del trabajo no se mide solo por el salario o la estabilidad, sino también por la posibilidad de acceder a un empleo genuino, productivo y en blanco. Sin embargo, esa dignidad está hoy al alcance de una minoría. Más del 40% de los trabajadores argentinos se desempeñan en la informalidad, sin aportes, sin cobertura, sin horizonte de progreso. No porque falten ganas de trabajar, sino porque sobran trabas para contratar.
La legislación laboral argentina, concebida en el siglo pasado para un modelo industrial que ya no existe, se transformó en un anillo de acero. Lo que alguna vez fue una conquista, hoy es un freno. Las empresas dudan antes de tomar personal, temerosas de juicios interminables o de un régimen que penaliza más al que emplea que al que incumple. En paralelo, miles de jóvenes ven en la precariedad o la emigración las únicas salidas posibles.
Frente a esa realidad, la reforma laboral no debería ser un tabú, sino una prioridad nacional. Reformar no significa desproteger: significa actualizar, equilibrar derechos y responsabilidades, fomentar la creación de empleo formal y sostener la productividad. Países con fuerte tradición socialdemócrata, como España o Alemania, han revisado sus marcos laborales sin renunciar a la dignidad del trabajo. En la Argentina, en cambio, cada intento de debate serio tropieza con los mismos guardianes del statu quo.
Buena parte del sindicalismo argentino ha optado por una estrategia de obstrucción permanente. En lugar de liderar un proceso de modernización que incluya a los nuevos trabajadores —autónomos, tecnológicos, informales—, se aferra a viejos privilegios y estructuras que ya no representan al conjunto. El sindicalismo que nació para defender al obrero hoy, en la mayoría de las veces, lo condena a la exclusión.
En la semana que pasó, la CGT renovó sus autoridades, un hecho que, en teoría, debería abrir una etapa distinta. Pero la pregunta inevitable es: ¿habrán cambiado también las ideas y el modo de hacer sindicalismo? ¿O se trata solo de una rotación de nombres que preserva las mismas prácticas, los mismos reflejos corporativos, la misma resistencia a cualquier intento de reforma? El “gatopardismo” siempre está al acecho…
Es hora de recuperar el sentido original de la lucha por el trabajo, pensando en la creación de nuevas oportunidades para todos. La dignidad del trabajo no se garantiza desde un decreto ni desde una cúpula sindical, sino desde la posibilidad real de que cada argentino pueda vivir de su esfuerzo, crecer y proyectar su futuro.
Reformar las leyes laborales no es un acto de resignación, sino de esperanza. Es decidir, como sociedad, que el trabajo debe volver a ser el centro de la vida económica, no el rehén de los intereses corporativos. Y porque como afirma desde la eternidad el Padre Arizmendiarrieta: “Los pueblos no se enriquecen con loterías”.
José Luis Ibaldi – Para Mañanas de Campo


























