Dicen que los tiempos difíciles no crean valores… solo los revelan. Revelan cuáles están firmes, cuáles tambalean, y cuáles se están volviendo, lamentablemente, una rareza. Discépolo en su letra de Cambalache nos recuerda desde hace más de 90 años que “hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador”, y parece que nada ha cambiado en esta parte del siglo XXI, porque hay valores humanos que están en vías de extinción. Y sin ellos, ningún proyecto colectivo es posible.
Hoy cuesta encontrar “empatía”. Escasea esa capacidad de ponerse en el lugar del otro, de comprender que detrás de cada enojo, de cada silencio y de cada error, hay una historia. Vivimos tan apurados, tan saturados de urgencias, que ya no vemos personas sino obstáculos. Sin empatía no hay comunidad; hay apenas individuos sueltos tratando de sobrevivir.
También falta “responsabilidad”. Hablo de hacernos cargo. Hacernos cargo de las palabras, de las promesas, de las consecuencias. Desde la política hasta la vida cotidiana, la tentación de “zafar” parece haber ganado prestigio. Así se debilita la confianza, que es lo que une a cualquier sociedad.
La “honestidad” se ha vuelto un valor casi exótico. No solo la honestidad material, la de no quedarse con lo ajeno, sino la honestidad intelectual; es decir, la capacidad de decir la verdad aun cuando incomoda, de no acomodarnos según sople el viento, de no usar la palabra para manipular, sino para construir.
También nos escasea el “respeto”. Basta circular por una ruta, caminar por una vereda o leer un comentario en las redes para notar que el respeto ya no es regla, sino excepción. Respetar no es estar de acuerdo. Es reconocer la dignidad del otro, incluso cuando piensa distinto. Sin respeto, la democracia es apenas un trámite.
La “solidaridad”, en cambio, es un valor que sigue latiendo entre la gente de a pie. Está herida, agotada, pero está. La vemos en los comedores, en los clubes, en vecinos que dan una mano sin cámaras ni aplausos. Esa solidaridad silenciosa es la que impide que este país se rompa del todo. Pero no puede sostenerlo todo.
No se trata de nostalgia, ni de idealizar un pasado que tampoco fue perfecto. Se trata de advertir que, si dejamos caer estos valores, si los naturalizamos como pérdidas inevitables, vamos a necesitar mucho más que políticas o reformas para levantarnos. Vamos a necesitar reconstruir algo más profundo, porque es el pacto humano que hace posible vivir juntos.
Quizás el desafío sea volver a lo básico. A mirar a los ojos, a escuchar, a cumplir la palabra, a decir “gracias” y “perdón”, a entender que nadie se salva solo. Tal vez, en medio de tanta escasez, lo que más necesitamos no es un milagro económico, sino una reposición urgente de humanidad.
José Luis Ibaldi – Para Mañanas de Campo

























