Cuando hablamos de drones, sensores, inteligencia artificial o maquinaria autónoma, a veces parece que estuviéramos describiendo un campo del futuro. Sin embargo, estamos hablamos del campo de hoy. Un campo que está cambiando otra vez, como tantas veces en su historia. Y si algo distingue al agro argentino es que cada revolución tecnológica dejó marcas profundas en la sociedad rural.
A fines del siglo XIX, por ejemplo, la instalación del alambrado transformó por completo la economía y la vida en la llanura. Terminó con la vieja ganadería abierta y dio paso a la explotación agrícola. Muchos peones que apacentaban el ganado quedaron fuera de ese nuevo modelo. La modernización, también entonces, tuvo costo humano.
Luego llegó el reinado del trigo y la expansión de las chacras familiares. Aquellos colonos que vinieron con sus carros y sus hijos fueron los protagonistas de una ruralidad densa, poblada, donde la escuela y el club eran parte de la vida diaria. El campo no era un desierto; era un universo humano.
Pero el siglo XX siguió empujando cambios. La llegada del tractor, entre las décadas del ’30 y el ’50, redujo la necesidad de mano de obra y empezó un proceso que nunca se detuvo: menos personas para producir más. El caballo se retiró, pero también se retiraron los peones. El arreador quedó en el olvido con la llegada del camión y las rutas con asfalto.
Más tarde vino la Revolución Verde, las semillas híbridas, los fertilizantes y fitosanitarios. Y ya en los años ’90 y 2000, la revolución más reciente como la siembra directa y la agricultura de precisión. Nuevamente, más eficiencia… y menos trabajo rural cotidiano.
Hoy, la tecnología vuelve a golpear la tranquera del campo, pero con un lenguaje distinto. Drones que recorren hectáreas enteras sin un solo paso humano. Sensores que miden humedad, nitrógeno, enfermedades. Plataformas que deciden qué fumigar y qué no. Está la tecnología para que la maquinaria sea capaz de trabajar sola, de noche, bajo GPS. Y una conectividad que en algunos casos permite manejar un campo a kilómetros de distancia.
Me pregunto y les pregunto: ¿Estamos ante otra revolución agrícola?
¿Qué significa eso para el campo humano?
Si miramos hacia atrás, vemos un patrón. Cada avance tecnológico hizo crecer la producción, pero también achicó la población rural. El éxodo hacia los pueblos y luego hacia las ciudades no empezó con la soja ni con los drones. Empezó hace más de un siglo; pero la tecnología, sin duda, lo aceleró.
Hoy corremos el riesgo de que el campo se vuelva aún más silencioso. Pero la historia también nos enseña que cada modernización abrió puertas nuevas. Las cooperativas nacieron para darle poder a los productores familiares frente a los grandes cambios del siglo XX. Las escuelas rurales acompañaron el asentamiento de las colonias agrícolas. Y, más recientemente, la profesionalización del agro generó una demanda inédita de técnicos, ingenieros, analistas de datos, pilotos de drones.
No es que falte trabajo. Cambió de forma. Y si no se acompaña con políticas públicas, capacitación y conectividad, ese cambio puede dejar gente afuera.
Por eso, cuando miramos los drones sobrevolando los lotes, no deberíamos ver solo tecnología; deberíamos ver historia. Deberíamos preguntarnos qué aprendimos de las otras revoluciones rurales y cómo evitar que esta profundice la soledad del campo.
El desafío no es detener el avance -eso nunca funcionó- sino humanizarlo. Que la tecnología sirva para mejorar la vida de quienes trabajan en el campo y para recuperar, quizá, un poco de aquel universo que alguna vez pobló los caminos, los galpones, las chacras y los clubes de pueblo.
El campo siempre cambió. La pregunta de hoy es cómo queremos que cambie mañana.
José Luis Ibaldi – Para Mañanas de Campo


























