Cada establecimiento agropecuario tiene atrás toda una historia de sacrificios. Dicen los historiadores que el primer agricultor de nuestro país fue el colono. Aquel inmigrante que, con poco más que sus manos, sus animales y una esperanza inmensa, se lanzó a poblar estas llanuras, como las del sudoeste bonaerense.
Después vino el chacarero arrendatario, y finalmente el chacarero propietario. Pero detrás de esas categorías frías, hubo familias enteras que dejaron la piel en el surco, que miraron al cielo buscando la lluvia justa y al mismo tiempo miraban la tierra como única herencia para sus hijos.
Llegaron desde Italia, desde España y Francia, desde las lejanas llanuras del Volga, desde Medio Oriente. Cada uno trajo su lengua, su fe, su cultura… pero, sobre todo, trajeron algo que los unió: el sacrificio silencioso de trabajar un suelo que muchas veces no les pertenecía. Conocí muchas historias contadas por los hijos o por los nietos y bisnietos de aquellos que se asentaron en muchos campos de esta gran región.
El arrendatario arando hasta donde le daban las fuerzas, el contrato injusto que limitaba su libertad, el temor de que cada mejora se volviera en su contra con un aumento del alquiler. Y, sin embargo, siguieron. Porque sabían que sembrar o criar ovejas y vacas era también un acto de fe.
En los años treinta, algunas leyes vinieron a reparar tanta injusticia. Y más tarde, el crédito agrario y los planes de colonización permitieron a muchos convertirse, al fin, en propietarios. Fue entonces cuando apareció un verdadero aliado del hombre de campo: el Banco Nación. Aquel Banco no era un frío mostrador ni un número impersonal. Era el “amigo del chacarero”, el que otorgaba créditos blandos, a largo plazo y con intereses bajos, pensando en el futuro más que en la inmediatez.
Gracias a esa mano extendida, muchas familias pudieron comprar su campo, levantar un galpón, perforar un pozo y colocar el molino, o sencillamente dormir tranquilas sabiendo que al fin trabajaban una tierra que sería herencia de sus hijos.
Ahí la chacra dejó de ser transitoria para volverse hogar estable. Una chacra con galpón, molino, corrales, huerta y gallinas… donde hombres, mujeres y niños se repartían las tareas, y donde entre mate y mate nació también la idea solidaria de fundar cooperativas y/o asociaciones rurales que los protegieran. En esos ranchos humildes, los productores entendieron que la unión era el único camino para defenderse de las injusticias y para construir un futuro mejor.
Hace más de 25 años conocí -debido a que estaba escribiendo la historia de la Cooperativa Agropecuaria de Darregueira a Longines Walter, Ismael Abalo y Miguel Mestre, entre otros, que fueron apenas testigos de una época. Todos hablan de lo mismo: sacrificios, renuncias, esperanzas sembradas junto con el trigo. Historias de familias que nunca se resignaron y que encontraron en la cooperativa o en su asociación rural y en el Banco Nación no solo un sostén económico, sino también un símbolo de confianza y de dignidad.
Hoy, cuando miramos el sudoeste bonaerense, con sus pueblos, sus campos y sus instituciones, deberíamos recordar que todo eso no nació de un día para otro. Fue y sigue siendo fruto del esfuerzo, del sacrificio y del coraje de nuestros abuelos y bisabuelos, pero también de quienes hoy son sus continuadores.
Y en tiempos en que las urgencias parecen ganarle a la memoria, vale la pena hacer silencio, mirar hacia atrás y agradecer. Porque si hoy tenemos tierra trabajada, producción organizada y cooperativas vivas, es porque hubo hombres y mujeres que no se rindieron. Ellos nos dejaron un surco abierto en la historia. A nosotros nos toca seguir sembrando memoria.
José Luis Ibaldi – Para Mañanas de Campo
