El olor dulzón desnuda rápidamente la presencia de murciélagos, la caminata por pasillos, galerías y los patios centrales, es un viaje a unos 300 años atrás en la historia e imaginarse a los Jesuitas comandando un ejército de empleados y esclavos en medio de una serranía hostil, aún no finalizada en su colonización y haciendo las primeras armas en agricultura, ganadería extensiva, herrería, fundición –discutido- y talleres de telares.
El frente es imponente, la Iglesia muestra por todos lados las huellas del tiempo que sin embargo conservan no solo su estructura, su encanto y su luminosidad. Rodrigo es un apasionado, cada detalle de la capilla es parte de su vida, “este altar fue ensamblado entero aquí, traído desde Paraguay, y mucho de lo que aquí vemos, posiblemente fue parte de la enseñanza que los Jesuitas proporcionaban a los aborígenes en Perú y aquí, donde estatuas y pinturas tienen seguramente allí su origen, con un arte muy particular que tiene huellas en cada obra” se obsesiona en el relato mientras señala un campanario de 1690 partido por un rayo, pero que muestra que sin dudas, ya funcionaba la iglesia en aquel entonces.
Javier me cuenta la otra historia, esa que ya van 8 –camino a las 9- generaciones que desde aquella expulsión de los Jesuitas por la corona española, permiten que Francisco Antonio Diaz adquiera la tierra, las propiedades, más de 200 esclavos, 30 mil cabezas de ganado entre mulas –lo más importante- bovinos, ovinos y otros y desde aquel entonces, todos sus herederos fueron preservando esta Estancia que aún hoy, es la más conservada de todas las obras de los Jesuitas.
La recorrida no solo pasa por cientos de habitaciones y recovecos, una verdadera obra de arte que aún hoy cualquier empresario hotelero, miraría con la más sana de las envidias, viendo como la arquitectura solo de maderas, ladrillos y tejas españolas, eran capaces de entretejer un sistema habitacional único, con cocinas, baños, talleres y hasta un noviciado hace años ya destruido, formaban parte de este verdadero fuerte entre murallas, tajameres, acequias y sierras.
Mucho se puede contar de lo que aquí ocurrió, no existe una sola historia, detrás de estos muros seguramente hay una historia real que no conoceremos, o al menos parcialmente, pero las huellas están, aquí hubo mucho trabajo, mucha dedicación, mucho entender que para fortificarse, el orden y el bienestar en cada día, depende de tu “estancia”, de allí tal vez nazca uno de los tantos nombres que un lugar así merece.
Esa misma historia que paradójicamente, tiene a la Virgen de Santa Catalina de Alejandría, asesinada por los romanos, vaya castigo para una mujer nacida en Egipto y convertida en cristina, que raramente en la imagen de la capilla, tiene una cabeza en sus pies, posiblemente según la leyenda, la de su propio ejecutor.
A veces uno espera encontrar en ciertos lugares, señales de una época difícil, de sensaciones de opresión o tal vez de dolor, muchos de los lugares están hechos para huidas, o como escondites y hasta se habla de posibles calabozos entre tantas puertas y candados que recorren los pasillos. Sin embargo, el lugar irradia una fuerte luz, una energía que proviene de años de contención, de cuidados, de resguardos, de una suerte de “llama encendida” que cada uno de sus herederos se encargó de entregar a sus sucesores, que hoy contiene un sistema de dueños familiares que van turnándose, que van heredando, pero que todos, van respetando ese enorme tesoro que no hace tanto, se convirtió en patrimonio de la humanidad.
Los caminos están llenos de huellas, de esas que perduran a través del tiempo, de las que nos cuentan historias increíbles y no escritas, que tan solo están esperando el momento de encontrarlas. La Estancia Santa Catalina, apenas a 20 kms de Jesús María, es una de ellas. Sus muros, hace años dejaron de defenderse y hoy disfrutan que ese fuego encendido por los Jesuitas, aún arda en cada visitante que la recorre.
Carlos Bodanza
Para Mañanas de Campo
